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No creo en Dios. Al menos no en el Dios oficial que nos venden las distintas Iglesias monoteístas, el que ha prevalecido en la iconografía religiosa, y por ende en el imaginario popular. Hablo del tipo orondo de poblada barba blanca y cara de pocos amigos que un día, por ignotas razones, decide crear el mundo; que se arrepiente de su obra a las primeras de cambio y opta por hacer borrón y cuenta nueva con nada menos que mediante un diluvio universal donde perecen ahogados todos los animales, incluidos los humanos (excepción hecha de Noé y su prole, junto a la consabida pareja de cada especie); que dicta a los hombres su única y magna obra literaria, en la que despliega una auténtica borrachera de misoginia y zoofobia a partes iguales.

No creo en ese Dios veleta que primero nos da las plantas como alimento y a renglón seguido carta blanca para sojuzgar todo lo que se mueve sobre la Tierra, empezando por la invitación obsesiva a constantes holocaustos de inocentes animales con motivo o sin él. No en ese Padre vengativo e injusto que desprecia el presente de Caín (agricultor) y reconoce el de Abel (ganadero), episodio que da lugar al que se supone primer asesinato de la historia.

Dicho lo cual, tampoco tengo especial problema en aceptar a Dios como idea filosófica, una suerte de «combustible espiritual» que apacigua nuestra angustia existencial. En definitiva, asumirlo como herramienta y pieza que dote de sentido a nuestro puzzle mental y a nuestra presencia aquí, abocados a una experiencia vital finita y desconcertante. No niego por tanto a Dios en dicho sentido, por lo que me adhiero a un ateismo no tanto combativo, cuanto pasivo. Si bien no me opongo a Él con vehemencia, creo sinceramente que la forma más racional de nuestro paso por este valle de lágrimas es en su ausencia. Asunción personal e intransferible, insisto, que me vale a mí, pero que no tiene por qué servir a todo el mundo, solo faltaba.

Este ―llamémosle así― «ateismo sereno» hace que no frecuente la Casa del Señor, aunque tampoco soy de los que me niego en redondo a dejarme caer por tan particular espacio si la situación lo requiere. Y a veces sucede (léase bodas y funerales, y en menor medida bautizos). Precisamente no ha mucho asistí a una misa con motivo del aniversario de la muerte de un familiar. Y coincidió el evento con la celebración de las exequias por cierta persona recientemente fallecida. Fue una ceremonia multitudinaria, pues al parecer el finado participaba de numerosas iniciativas sociales, y era por ello tan conocido como apreciado. Pero esta larga introducción no tiene otro objetivo que el de encuadrar la historia que deseo contarles, y que tiene su núcleo en el conmovedor discurso que ofreció uno de sus hermanos al final del acto. Con emoción apenas contenida, alabó la figura de quien les acababa de dejar, e hizo un repaso exhaustivo a los familiares más cercanos. Fue entonces cuando incluyó en la lista a Lagun. No al «perro del fallecido», al de la familia, sino a Lagun. Y lo hizo de una forma tal que yo supe en aquel mismo instante que me sería casi imposible no elegir esa precisa escena como excusa perfecta para uno de mis artículos. Tras la mención a esposa, hermanos e hijos, el balbuceante orador nos espetó un “Y aunque algunos de vosotros podáis considerarlo improcedente, también quiero mencionar a Lagun, nuestro niño de cuatro patas”. Yo no sé a ustedes ahora, pero a mí me embargó entonces la emoción, y sobre todo me asaltaron multitud de reflexiones al respecto. Siendo así, me gustaría hacerles partícipes a través del presente texto de al menos tres de ellas.

Diré en primer lugar que me pareció bien ilustrativo ese preludio del “aunque pueda pareceros improcedente”. Quien hablaba era consciente de que, en efecto, así se lo parecería a una parte de los presentes (aunque entiendo que nadie se lo demostró tras la ceremonia, dadas las tristes circunstancias, lo que en cualquier caso no cambia un ápice ni el escenario ni sobre todo el fondo de la reflexión), e incluso pueda ser que él mismo necesitase el apunte para no sentirse incómodo. La escena demuestra que, a pesar del lastre moral que nos atenaza y hasta nos secuestra en nuestras emociones, estas permanecen ahí como una realidad irrefutable. Nuestra ética, y con ella nuestra sensibilidad, nos da un toque en cuanto tiene la menor oportunidad, como si no estuviera dispuesta a perdernos definitivamente sin al menos luchar hasta el último hálito por sacarnos a flote. La confesión pública de afecto que supone el reconocimiento a Lagun en tan dolorosa tesitura supone en realidad una salida del armario no declarada. Las ideas religiosas, con toda su carga irracional, deben cambiar con urgencia si quieren detener la sangría de creyentes. Y acaso la fórmula sea más sencilla de lo que sus líderes creen: quizá consista en incluir de una vez por todas a la naturaleza en general y a los animales en particular como parte de su ideario, donde la empatía interespecie no ha de faltar como ingrediente básico.

La segunda cuestión atañe al hecho de que «los animales son nuestra familia», y ello hace que demasiadas veces tan arrolladora evidencia necesite ser maquillada e incluso ocultada por quienes así la perciben. Llegados a este punto, me parece apropiado rescatar cierta expresión que le oí a un profesional de la psiquiatría con motivo de una [magistral] conferencia sobre los perjuicios que puede causar ―y de hecho causa― a los humanos la agresión a los animales. En un momento dado de su intervención, el ponente habló del “duelo no autorizado”, refiriéndose al hecho de que vivimos en una sociedad que no acepta (no autoriza) todavía el duelo abierto, sincero y público por los animales. No creo descubrir nada si digo que la natural congoja que nos oprime cuando perdemos a nuestro querido perro, gato, o hámster, no puede ser compartida sino con ciertas personas que sabemos como nosotros. Se crea así una suerte de «subgrupo invisible», no oficializado, compuesto por miembros que se perciben especiales, y que por ello corren riesgo real de ser amonestados por la comunidad. Veo que una decreciente mayoría sigue viendo desproporcionado ―cuando no ofensivo― que nos aflijamos por Lagun en según qué grado. Por eso cuando nos abandonan sentimos la necesidad de desahogarnos con quienes estamos seguros de que nos comprenderán en nuestra inconsolable desdicha.

Continuamos alimentando la cultura de la represión emocional. La heredamos de nuestros mayores y se la endilgamos a nuestros descendientes sin hacerla pasar por el tamiz del escrutinio ético. Y ello no puede traernos sino mayores dosis de racanería moral, cuando lo que de verdad urge es abrir las puertas de par en par a nuestros sentimientos más puros.


Y hay, en fin, una tercera reflexión que me provocó el pasaje referido: la que presupone que manteniendo una prudente distancia emocional, e incluso un manifiesto desafecto hacia todo lo no humano, agradamos a Dios. ¿Por qué presumir que actuamos correctamente con los animales de familia, con nuestros «niños de cuatro patas», y que el Sumo Hacedor está de acuerdo con tanto dolor infligido a inocentes en las situaciones más gratuitas? ¿Nunca se nos ocurrió pensar en un Dios animalista? Quién sabe si la incapacidad divina para impartir justicia en este inmenso matadero afecta por igual a humanos y bestias, es decir, que, por razones que escapan a nuestra comprensión, el Altísimo se muestra en igual grado incapaz de hacer efectivos algunos de sus famosos atributos, cuales son entre otros su omnipotencia y su infinita bondad. En definitiva, y puestos a creer en algo tan extraño como un tipo que decide ponerse manos a la obra y crear este particular proyecto que surge de la nada y a la nada parece conducirnos, no sería desde luego estrafalario imaginar un Dios afectuoso con los animales, y por tanto furioso con nuestra agresiva actitud hacia ellos. Es más que probable que nos equivoquemos con estrépito al pensar que alguien tocado por una absoluta bondad, al tiempo que infinitamente ecuánime, pueda dejar abandonados a su suerte a los más inocentes entre los inocentes. Si acaso toda esta locura tiene algún sentido, me abono a la hipótesis de un Dios animalista, sí, que cometió el craso error de dejar en manos humanas algo tan particular como su legado literario, conociendo a ciencia cierta que redactaríamos un texto a nuestra imagen y semejanza, y no tanto a la suya. Pero entonces lo de la infinita sapiencia divina también se desmorona.

KEPA TAMAMES

Escritor

ATEA (Asociación para un Trato Ético con los Animales)

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