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Algunas de las preguntas que sistemáticamente nos hemos planteado los seres humanos hacen referencia a qué pintamos en este mundo, cuál es nuestra misión, qué mueve nuestra existencia y hacia dónde vamos o debemos ir. Yo me atrevería a identificar la conservación de la especie como esta gran misión. Llevamos un mensaje genético (instinto de conservación) que nos orienta hacia la mejora del linaje a través de uno mismo y de su “inteligente complejidad”.

Un sujeto tan indefenso como el ser humano no podría haber subsistido sin la inteligencia, sus depredadores le habrían eliminado a las primeras de cambio. Debió sentirse muy acorralado y, ante ello, desarrolló algo que le distinguió de las demás especies: el análisis de lo empírico. Ese recorrido desde lo inductivo a lo deductivo y viceversa, le permitió la creación de instrumentos para suplir sus carencias y deficiencias, a la vez que percatarse de la necesidad de asociarse para defenderse del agresor. Esto le llevó a la socialización como medida de “solidaridad de conveniencia”. Sabía que por sí mismo no podía resolver su problema de supervivencia y necesitaba de los demás para sobrevivir, tanto en lo relativo a la nutrición, como a la reproducción. Por tanto hablaríamos de una triada de instintos que garantizarían la especie; es decir, que consolidarían la gran misión de conservarla: nutrición, socialización y reproducción.

Podemos entrar en la dialéctica de cuál es la motivación central que permite esa actuación, pero no podremos negar que el celo conservacionista lleva, en último caso, al egocentrismo, siendo este una de las bases motivadoras. El primer objetivo es mi propia conservación, pero si para ello he de asociarme con otros lo haré, incluso en contra de aquellos de mi propia especie que pongan en peligro mi existencia. Por otro lado, mi poder garantizará mi independencia y libertad, y mi elección en la reproducción estará mediatizada por la competencia del compañero/a de procreación.

Por tanto, ese equilibrio entre el egoísmo hedonista instintivo y la necesidad de los demás para sobrevivir (en psicoanálisis nos llevaría a estructurar el ello, yo y superyo), es la razón del procedimiento de socialización; un equilibrio dicotómico entre puedo por mí mismo y necesito de los demás. Es el proceso de intercambio social en las relaciones humanas. Evidentemente, mientras menos necesitemos de la ayuda de los demás, más libres y autónomos seremos, pero el autoabastecimiento total es imposible y contrario a los principios que han permitido nuestra propia evolución.

Mi impresión es que en cada uno de nosotros existe un microcosmos donde se conjugan todos los elementos que integran y definen la existencia universal. Solo es necesario despertarlos en su justa medida para conseguir de cada sujeto aquello que se pretende. La socialización es el proceso por el que se instauran esos valores o principios, que pretendemos universales, y que conforman la vía de desarrollo personal dentro del grupo al que pertenecemos. Su objetivo final sería nuestra autorrealización en un marco, muchas veces conflictivo, dentro del entorno social. Nuestro intelecto nos ha de llevar al convencimiento de que la mejoría de la sociedad solo se dará mediante una comunión de principios sembrados y aceptados libremente. Es una nutrición en vasos comunicantes. De aquí que, todos y cada uno, debamos tener conciencia de aportar lo más y mejor posible al desarrollo social en la vía hacia la excelencia.

Esa especie de búsqueda asintótica de la perfección, se plasma en la tendencia a la autorrealización, estadio final del vértice de la pirámide que Maslow nos propone. Es un camino complejo, donde vamos subiendo peldaños conforme cubrimos los anteriores, total o parcialmente: el gran reto u objetivo de nuestra vida.

La inteligencia nos ha permitido, desde nuestros ancestros, forjar instrumentos y herramientas para evolucionar en la satisfacción de las necesidades. La complejidad del sistema nos ha llevado a la especialización, como mejor forma de estructuración funcional. El problema, bajo mi punto de vista, radica en la dificultad de visión total u holística; en la cantidad de elementos que escapan a nuestra comprensión y capacidad de respuesta ante una circunstancia determinada. El afrontamiento de esas situaciones, en la cotidianidad, representa el esquema básico de instrumentalización de las soluciones, hasta tal punto que debemos fraguar un repertorio de técnicas y habilidades que nos garanticen, lo mejor posible, el éxito de dicho afrontamiento.

Es evidente que mientras más y mejores recursos tiene un sujeto para enfrentarse a su entorno, mayor capacidad y poder ostenta para superar demandas conflictivas y estresantes. Yo diría que es más libre y autónomo, menos dependiente y con más capacidad de control sobre su propia evolución. De aquí, un justo uso de la inteligencia como continente del poder y el conocimiento. No podemos olvidar que, en gran medida, “mi poder es mi inteligencia” en la relación con mi entorno.

 

 

*Antonio Porras Cabrera

Natural de Cuevas de San Marcos (Málaga), es profesor jubilado de la Universidad de Málaga; Psicólogo, Enfermero especialista en Salud Mental y gestión hospitalaria.

Profesionalmente se ha dedicado a la asistencia y gestión sanitaria y a la docencia universitaria. En su faceta de escritor y poeta, tiene publicados 11 libros de diversa temática: poesía, ensayos, novela, relatos, etc. colabora en varias revistas literarias y es articulista de prensa. Es miembro de la ACE-A, Ateneo de Málaga, expresidente de ASPROJUMA (Asociación de Profesores Jubilados de la Universidad de Málaga) e integrante de diversos grupos, en el campo digital, relacionados con la actividad literaria a nivel nacional e internacional.

 

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