Por KEPA TAMAMES
Me cuenta una amiga que hay «lágrimas gustosas», tras confesarle yo que lloré como una madalena durante la lectura de un artículo de opinión que tuvo a bien compartir. Porque no puedo evitar emocionarme ante un perro anciano; sobre todo si tiene un pasado biográfico oscuro y encontró en un momento dado lo que todo el mundo anhela: una vida digna y razonablemente feliz. Sé que debiera alegrarme por el cambio, y de hecho lo hago, cómo no; mas no puedo evitar que me torture la idea de lo irrecuperable de aquella otra vida de miseria que le tocó al pobre animal, sin culpa alguna, solo por haber sido designado «perro de guardia». Creo que el artículo referido lo refleja a la perfección.
Y me surgen con ello ciertas reflexiones sobre el sufrimiento en tanto que experiencia humana: por ejemplo, que, en su propia esencia, no es ni bueno ni malo, que es tanto como decir que puede ser ambas cosas, según cuánto y cómo. Le comentaba a mi amiga en rápida respuesta de correo que el sufrimiento viene a ser como el colesterol: ángel o demonio. Nos dicen que tenemos colesterol y salta la alarma; y es que el galeno se refiere al malo, pues el bueno es esencial para la vida, como casi todas las sustancias corporales. Y hay, en fin, un sufrimiento angelical, que nos avisa de que acabamos de apoyar la mano sobre una superficie incandescente, o de que nos hemos perforado la piel con la aguja. Como hay un dolor emocional que nos repara y nos fortalece, y que en ocasiones, también es cierto, nos entierra en vida. Pero el sufrimiento (físico o psíquico) tiene su función, vaya que sí, pues sin él, por amargo que se presente en todas sus fórmulas, no hubiéramos llegado hasta aquí.
Distinto es el sufrimiento infligido, consciente y gratuito. Acudimos al dentista con gesto agrio, sabedores de que no es plato de gusto eso de que te urge en las entrañas bucales un tipo con mascarilla y ceño fruncido, bajo una luz cegadora, y que encima comiencen a sonar a tu alrededor microtaladros y tenacitas varias. ¡Uf! Allí sentado, yo siempre me acuerdo de los conejitos de los laboratorios a los que hacen todo tipo de canalladas para probar una crema facial, un colirio o una pasta de dientes. Quizá recurra mentalmente a ciertas imágenes de animales inmovilizados en las mesas para recordarme a mí mismo que yo podría en ese momento parar la mano del doctor, decir que lo dejamos, que vuelvo otro día, o que no vuelvo. Solo mover un dedo, y la tortura cesará. Los «animales de laboratorio» no tienen opción alguna para frenar su infierno, y estoy convencido de que muchos pedirían morir (sin sufrimiento) ante la alternativa que se les ofrece: retorno a la jaula > malestar general > recuperación > regreso a la mesa > vuelta a empezar.
Es ese sufrimiento gratuito causado al otro el que debemos procurar evitar a toda costa, sea por acción u omisión. Porque acaso sea esta última una de las armas más poderosas con que contamos los animales éticamente activos: no hacer. Por supuesto que es más que loable parar la mano del que golpea al gato indefenso, ayudar al caballo que por sí mismo no puede salir del fango, robar la gallina enferma para ofrecerle una pradera soleada, rescatar al perro de la calle. Pero no menos importante es 'ausentarse' de ciertos escenarios: no asistir a corridas de toros, no comer carne, no incomodar… Hay quien lo llama boicot, no sin cierta razón. Yo me adhiero más a la reflexión de Bartleby, el escribiente de Melville. “Preferiría no hacerlo”.
Provocar a sabiendas sufrimiento gratuito (evitable) nos relega directamente a la categoría de criminales, con el diccionario en la mano. Causar daño a nuestros semejantes ―sean perros, tortugas, arenques, guacamayos o humanos― nos envilece hasta nuestras más hondas raíces. Por eso la solidaridad global ―sin las absurdas trabas del color, del género o de la especie, mandangas al fin y al cabo― debiera enseñarse en las escuelas antes que cualquier otra disciplina. Creo.