Dice la sabiduría popular que hay dos Españas, y que una de ellas ha de helarnos el corazón. Se trata sin duda de una sentencia firme, sin posibilidad de recurso o apelación, una aserción entre la desesperanza y la resignación. Como si nacer español supusiera una suerte de condena de serie. Pudiera ser, dadas las funestas circunstancias que nos acompañan como martillo pilón desde hace al menos un par de siglos.
Y digo yo desde este estrado que hay en la piel de toro actual dos Begoñas, cuyas respectivas historias personales muestran una radiografía craquelada y trágica de la sociedad presente, acaso lógica metástasis de los desmanes dieciochescos.
La Gómez es perseguida ―o casi― por los tentáculos de una justicia que por momentos juega a Dr. Jekyll y Mr. Hyde, que ensombrece hoy lo que ayer alumbraba, y que nos regala en ocasiones ilusionantes rayos de luz cuando uno menos se lo espera. ¡Ni tan mal!
Acusan a la Gómez de apropiarse de lo ajeno, de tráfico de influencias, de subirse a la parra y de aferrarse a sus ramas cual garrapata estival. Viene la Gómez de hacer caja con negocios, si no turbios, si desde luego vaporosos como sauna en hora punta. Y más negros de lo que aparentan. Pero nuestra Gómez levanta ufana la cabeza, porque ella lo vale, se abona al «cuanto peor mejor», no da su brazo a torcer, y lo mismo crea una cátedra en cierta universidad española que gestiona fondos públicos para una asociación congoleña. Es la Gómez poliédrica en sus formas y en sus habilidades gestoras. Sirve lo mismo para un roto que para un descosido, y quizá por eso su guapérrimo esposo dice amarla con locura.
Por el contrario, la Gerpe da sus primeros pasos en el proceloso terreno de la abogacía, que compagina con un canal en las redes desde donde va desgranando a ratos perdidos sus pareceres y pensamientos, todos políticamente incorrectos en los tiempos que nos ha tocado sufrir.
Se le ocurre a la Gerpe dejar grabada su opinión sobre la comunidad gitana que le tocó en suerte por su profesión, y no queda la clientela calé precisamente bien parada. Pero se trata de su particular experiencia, que resultó al parecer pésima, como supongo podría haber resultado óptima. Corroboran algunos colegas de la muchacha similares viacrucis, aunque lo hacen con la boca pequeña y siempre en estricta privacidad, no vaya a ser que la entidad untada de turno aprecie pintiparada ocasión para hacer de ariete contra la bruja impía. Y, en efecto, la entidad untada de turno arremetió sin esperar a que anocheciera contra ella, como estaba cantado y contado. Ahí empezaron sus problemas, que siguen a la hora de redactar estas líneas, al punto de que se ha visto obligada a exiliarse junto a su familia al extrarradio ibérico, y allí espera sentencia.
No le acompaña a la Gerpe su preferencia ideológica, lo que acaba por cerrar el círculo según las huestes progres. Porque ―a ver si nos vamos percatando del detalle― todo esto es paquético, por cuanto al parecer todo lo inmundo viene empaquetado y resulta además indivisible. Vamos, que te quedas en el cedazo si cometes el error de exponer tu personal e intransferible experiencia con un colectivo social que por lo visto solo merece parabienes, aunque su líder te raje la panza como a una sandía. Con toda probabilidad, lo hizo porque le gusta la fruta.
Vaya por delante que no bebo los vientos por ninguna de las Begoñas aquí reseñadas, y supongo que el mero hecho de tener que aclararlo me señala de alguna extraña manera. Pero quédense con el carácter figurativo que pretende ser este artículo, pues apena aspira a eso.
Que una de estas Begoñas siga viviendo en un palacete capitalino, rodeada de toda suerte de lujos y atenciones mientras que la otra haya tenido que salir por patas del país refleja cuando menos que algo profundo y esencial está fallando bajo nuestros pies, que el suelo se tambalea amenazando agrietarse y tragarnos a todos como hacen los camiones de la basura. Quizá porque de algún modo hemos acabado mutando en desperdicio, en simple compost humano. Bien pudiera ser.
KEPA TAMAMES
Escritor





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